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Revista de Educación •

Cultura

hábitos de orden y limpieza”, “atender al mejoramiento

físico”, “conducir a cierto grado de cultura general”,

“procurar a las alumnas los medios para perfeccionarse en

su inteligencia y en su saber por su propio estudio después

de salida de la Escuela”, “preparar a la normalista para que

sea firme como una roca en el cumplimiento de su deber;

así como dulce y maternal para con los pequeñuelos”.

También destacó la importancia del dibujo, el canto,

trabajos de cestería y tejidos a máquina. Lamentaba la “falta

de un terreno suficiente en el cual sería posible enseñar,

prácticamente algo del cultivo de las flores, legumbres,

etc.” Y dedicaba enérgicos párrafos a la primacía de la

práctica docente, concluyendo: “Una Escuela Normal vale

tanto cuanto valga su Escuela de Práctica”.

EL DEVENIR DE LAS ESCUELAS NORMALISTAS

Las Escuelas Normales empezaron a multiplicarse por

todo el país. Cada vez más mujeres comenzaron a estudiar

allí para ser profesoras, lo que, sin duda, contrasta con la

escasa instrucción de ellas en esa época. Una situación que

se venía arrastrando desde hace mucho tiempo atrás.

Basta recordar que en la Colonia, la educación de las

mujeres no formaba parte de las políticas del gobierno. De

esta forma, “al iniciarse el período de la Independencia, la

educación de la mujer estaba prácticamente abandonada;

algunos conventos ofrecían enseñanza para niñas

acomodadas centrada especialmente en la formación

religiosa y en habilidades de tipo domésticos”.

Un dato interesante: en 1812, sólo una parte de las

mujeres de élite accedía a estudios formales. Apenas el

10% sabía leer y el 8% sabía escribir.

Cabe señalar que medio siglo después, el creciente

interés por estudiar pedagogía en las Escuelas Normales

iría de la mano de una mayor demanda por escuelas

de niñas, lo que hacía que se requirieran más maestras.

Además, ellas se hicieron cargo de las escuelas mixtas,

creadas con la Ley de Instrucción Primaria; tarea que, por

cierto, no solía ser de interés para los varones, aun cuando

existía la Escuela Normal de Preceptores.

La impronta normalista dejó su huella en las

educadoras que se formaron en esas instituciones.

“La alfabetización del país, la democratización de las

oportunidades educacionales y la consolidación de la

conciencia nacional fueron tres de los grandes objetivos de

la Escuela Normal” (González, 2002).

Pero a partir de la década de 1950, “las escuelas

normales comenzaron a vivir el decaimiento y desgaste

propios de un sistema que necesitaba ser revisado. En

forma progresiva, la formación docente comenzó a darse

en las recientemente formadas escuelas de educación

de las universidades”. Su cierre definitivo se produjo con

el golpe militar de 1973. Atrás quedarían 120 años de

formación de numerosas generaciones de educadoras,

que enseñaron en diversas escuelas primarias del país.

Alumnas de la Escuela Superior N° de Recoleta, Santiago 1913. Colección: Museo de la Educación Gabriela Mistral.

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Desfile en homenaje a la Ley de Instrucción Primaria Obligatoria 1920. Colección: Museo de la Educación Gabriela Mistral.

¡Y cómo no nombrar a Brígida Walker! Oriunda de

Copiapó (1863-1942), en 1886 ingresó a la Escuela Normal

N° 1 de Preceptoras, de la cual egresó en 1889. Fue parte

de la primera promoción titulada bajo la dirección de

Teresa Adametz. Ella se convertiría en la primera directora

“chilena” de esa institución formadora de profesoras,

cargo que ejerció entre 1903 y 1922.

“LABORES PROPIAS DE SU SEXO”

En 1860 se dictó la Ley General de Instrucción Primaria

que dejó la enseñanza en manos del Estado, con carácter

gratuito y para ambos sexos (aunque se les enseñaba en

forma separada). Pero pese a ello, el currículum educativo

que se impartía en esos años en las escuelas chilenas no

era el mismo para hombres y mujeres; de allí que se diga

que este programa de enseñanza estaba dirigido hacia el

aprendizaje de “labores propias de su sexo”.

Y esto se ve reflejado también en el plan de estudios

de la Escuela Normal, que no consideraba geometría,

química, vacunación y estudio de la Constitución

Política del país, pues eso era considerado exclusivo de

los varones. Y, en cambio, incursionaba en economía

doméstica, costura y bordado.

Incluso en la Escuela de Artes y Oficios para Mujeres

(Escuela Vocacional de la República), creada en 1888, el

currículum estaba basado en las industrias domésticas,

“justificándose esta decisión en que, a ojos de quienes

promovieron la iniciativa (SOFOFA y Ministerio de

Industrias y Obras Públicas), a la mujer estos trabajos le

eran familiares y lograba, por tanto, capacitarse con mayor

facilidad y rapidez”. Por ello, hoy es posible ver fotografías

de aquella época donde las alumnas estaban en clases de

lavado y planchado, puericultura y educación para el hogar

o economía doméstica.

En síntesis: el desarrollo intelectual por décadas y

décadas estuvo reservado a los hombres, mientras que en

el caso de las mujeres se enfatizaba una educación moral,

donde lo verdaderamente importante era ser buena

madre y esposa.

Una realidad que contrasta fuertemente con la actual,

donde el currículum no hace diferencias entre hombres y

mujeres, y que se mantuvo por un largo tiempo. Tanto que

preocupó enormemente a Gabriela Mistral, en 1906:

“Yo pondría al alcance de la juventud toda la lectura

de esos grandes soles de la ciencia, para que se abismara

en el estudio de esa Naturaleza de cuyo Creador debe

formarse una idea. Yo le mostraría el cielo del astrónomo,

no el del teólogo; le haría conocer ese espacio poblado de

mundos, no poblado de centellos; le mostraría todos los

secretos de esas alturas. Y, después que hubiera conocido

todas las obras, y después que supiera lo que es la Tierra

en el espacio, que formara su religión de lo que le dictara

su inteligencia, su razón y su alma. ¿Por qué asegurar que

la mujer no necesita sino una instrucción elemental?”