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Revista de Educación •

Conversando a fondo

Lo esencial es que en el interior nuestro las

emociones primarias están siempre allí, dinámicas,

activas, como un río turbulento buscando su cauce.

El cauce es el equilibrio, la armonía, representada en

la película por esa niña de vestido amarillo llamada

alegría. En los niños existe desde antes de nacer una

fuerza interna poderosa de búsqueda del equilibrio,

de la armonía emocional, pero desde el nacimiento en

adelante ese equilibrio se halla en el encuentro con los

otros; somos los otros los que damos el cauce al torrente

emocional de los niños. Y acá radica la tragedia: apenas 2

de cada 10 adultos saben dar cauce, encauzar la rabia, la

pena de un niño para permitirle crecer emocionalmente.

Los 8 restantes solo empeoran la situación reprimiendo,

ignorando, castigando el desborde emocional.

Muchos piensan que las emociones son privativas

de los seres humanos, lo cual es un error. Los animales

también responden a la vida con ese movimiento interno

llamado emoción, y sus modos de procesamiento son

tan complejos como los modos humanos, conformando

complejas dimensiones en el plano de la afectividad. Por

ejemplo, la fidelidad del perro hacia su amo nace del

amor reverencial que siente hacía él. Y es probable que, a

su modo, también se den similares movimientos internos

en el mundo vegetal. Hay investigaciones apasionantes

en el campo de la psicología comparada. Cuando

aprendemos a mirar las emociones como un fenómeno

ampliamente presente en la naturaleza, nos impregnamos

de humildad y de respeto por los otros mundos.

Cómo es posible educar las emociones

El concepto más común de educación me resulta

muy incómodo y desde hace ya un tiempo que lo

he cuestionado profundamente. La mayoría de las

personas estima que educar es “dotar al otro de

aquello que no posee para un mejor logro personal

y social”. Por ejemplo, cuando un niño muestra un

comportamiento social inadecuado, como una pataleta

en público, quienes observan la escena estiman que es

“un niño mal educado”. Esta definición lleva implícito

un procedimiento impositivo, autoritario por parte del

adulto, lo cual es muy dañino para la personalidad

del niño. El adulto “educa” al niño desde el grito, la

amenaza, el castigo.

En mi concepto, los adultos acompañamos a los niños

a desarrollar y enriquecer un potencial que ya traen al

nacer y que les va a permitir, a medida que van creciendo,

el logro de una adecuada gestión emocional al servicio de

la sana convivencia con otros y de un bienestar integral.

Los adultos acompañamos a los niños en esta tarea

“educativa” con intenciones y con un propósito, como lo

ha planteado tan preclaramente Facundo Ponce de León

(filósofo uruguayo) en sus escritos sobre autoridad. Las

intenciones son las metas de acompañamiento según el

tramo de edad (lactante de 0 a 24 meses, párvulo de 2

años a 5 años, escolar de 5 a 10 años, preadolescente

de 10 a 15 años, adolescente de 15 a 20-25 años).

Es así como una intención (una tarea de “educación”

emocional) con un bebé de meses es confortarlo a

“El equilibrio (la armonía emocional)

se halla en el encuentro con los otros;

somos los otros los que damos el

cauce al torrente emocional de los

niños. Y acá radica la tragedia: apenas

2 de cada 10 adultos saben encauzar

la rabia, la pena de un niño, para

permitirle crecer emocionalmente”.

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Revista de Educación •

Conversando a fondo

Amanda Céspedes

es Presidenta de la

Fundación Educacional

Amanda. Neuropsiquiatra

infantil de la

Universidad de Chile.

Realizó un postgrado

en neuropsicología y

neuropsiquiatría infantil

en la Universitá degli

Studi de Turín, Italia.

Académica en diversas

universidades chilenas

y escritora. Expositora

en el seminario

online “Aprendizaje

socioemocional en

tiempos de pandemia”,

organizado recientemente

por el Mineduc junto a

la Unesco y Unicef.