Revista de
Educación
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Conversando a fondo

Amanda Céspedes: “Los niños en este siglo necesitan líderes, no instructores”

A la educación chilena le falta algo crucial: formar en resiliencia. Así lo asegura la neuropsiquiatra, presidenta de Fundación Educacional Amanda y parte del Consejo Asesor para la Convivencia, Bienestar y Salud Mental en Educación Inicial, impulsada por el Mineduc.

A la educación chilena le falta algo crucial: formar en resiliencia. “Ha llegado el momento de modificar los principios educativos que nos han regido durante décadas. Eso significa que tenemos que abrir la actividad pedagógica que se lleva a cabo en el aula a nuevas dimensiones o aspectos formativos”, asegura la neuropsiquiatra Amanda Céspedes, presidenta de la Fundación Educacional Amanda. Ella es parte del Consejo Asesor para la Convivencia, Bienestar y Salud Mental en Educación Inicial, instancia impulsada por la Subsecretaría de Educación Parvularia del Mineduc para mejorar la convivencia en este sector educacional.

¿Por qué cree que aumentaron tanto los casos de violencia en los establecimientos educativos? ¿Hay un problema de salud mental o emocional que se ha visto exacerbado por el encierro?

No ha sido solo el confinamiento, si bien ha tenido una importancia central. A este se sumaron otros factores, que llamaría “consecuencias sociales” de la pandemia y que han gravitado sobre la población a lo largo de más de 27 meses. Me refiero al hacinamiento, la convivencia entre adultos, niños y adolescentes, cada uno con su propia cuota de estrés, los problemas económicos y la incomunicación al interior de la familia, entre otros.

Esto constituye lo que en psiquiatría se llama una “situación límite”, vale decir, una situación que escapa de lo habitual, que se puede prolongar por mucho tiempo y que constituye una amenaza, ya sea para la vida o para el bienestar. En el caso de la gran mayoría, la pandemia rompió el estado de bienestar y apareció el malestar. Este es responsable de lo que estamos viendo hoy día.

Dicho de otra manera, la población infanto-juvenil venía mal por factores sociales que se fueron acumulando a lo largo del tiempo. Sabemos que los índices de compromiso de salud mental en niños y jóvenes ya eran muy altos antes de la pandemia, por lo tanto, lo que esta y sus consecuencias sociales hicieron fue empeorar una situación de fragilidad en el bienestar, en la salud mental. La rompió.

Los niños, adolescentes y jóvenes hoy están en una situación de convalecencia emocional, social y espiritual, muchos perdieron el sentido de la existencia, abandonaron la escuela. Y en ese estado afloran las emociones más primarias, como la rabia, la tristeza, que muchas veces se transforma en violencia, porque no hubo el tiempo para sanar. Por lo tanto, lo que estamos viendo es el reflejo de un problema social, que afecta a niños y jóvenes, pero que también se está viendo en los adultos.

¿Quiénes han sido los más afectados?

Aquellos chicos en los cuales hubo una carencia sistemática en la formación valórica, en la formación del pensamiento crítico, y quienes han estado viviendo con adultos que se desbordan emocionalmente muchas veces al día y crean climas disfuncionales al interior del hogar. Esos niños reproducen ese clima en la escuela.

Los docentes están viéndose muy tocados por los desbordes emocionales de sus alumnos, que a veces se manifiestan en conductas agresivas. Y es que cuando el organismo entero entra en un estado de malestar, lo primero que aparece es la impulsividad. ¿Qué es lo que entonces están viendo los docentes? Aulas donde reina la impulsividad verbal y física, y de ahí vamos avanzando hasta llegar a aquellos chicos, sobre todo mayores de 14 años, que se han pasado a la fila de la violencia callejera.

No comparto el concepto de violencia escolar, es erróneo. La violencia está afuera, en la calle, y entra a la escuela, no es un fenómeno privativo de un establecimiento que haya que estudiar como si fuera un tigre albino o una rareza. Los chicos mayores de 14 años están más enfermos, en un estado mayor de malestar integral, mental, espiritual, físico, corporal, son quienes podrían subirse al carro de la violencia, que sería la manifestación extrema del malestar.

¿Cómo apoyar a los docentes para que ellos a su vez puedan apoyar a sus estudiantes en términos de salud mental o emocional y así mejorar la convivencia escolar?

La impresión que tengo, y es lo que hemos trabajado en Fundación Educacional Amanda, es que le estamos pidiendo demasiado a los docentes y eso es un peligro, porque de ese modo transformamos las acciones formativas, integrales, en actividades asistencialistas: tienen que hacer asistencialismo sicológico, encargarse del malestar de sus alumnos, y eso no corresponde. Lo que se precisa es que toda la comunidad se haga cargo de esta situación. Y cuando hablo de toda la comunidad, estoy hablando de círculos concéntricos que se van acercando al docente: la familia, los directivos de la escuela, los profesionales de apoyo que trabajan al interior de las escuelas, el barrio, la comuna, el territorio.

Los docentes y los profesionales de la salud, sobre todo los de primera línea, fueron los que más trabajo tuvieron desde el comienzo de la pandemia. Así como a los médicos, auxiliares y enfermeras se les pidió que trabajaran en turnos agobiantes en los hospitales, también a los profesores se les puso una carga enorme sobre sus hombros, tuvieron que modificar radicalmente la pedagogía y se les pidieron resultados. Si se les hubiera dicho: “acojan a los chicos, enséñenles lo que puedan, pero sobre todo mantengan el vínculo con los alumnos”, probablemente ellos lo hubieran hecho fabulosamente bien. Pero se les dijo: “que no pierdan el año, que cumplan con los objetivos de aprendizaje”. A los docentes tenemos que mirarlos con mucha compasión, es decir, con consideración por su dignidad de persona. Llevan, además, una carga social enorme, que es la desprofesionalización de su actividad. Se les exige mucho y se les mira en menos. Con la pandemia, las docentes —el 70% de la planta docente en Chile son mujeres— estaban haciendo clases en casa, aprendiendo a usar una tecnología que para muchos era nueva, mientras sus hijos pequeños les golpeaban la puerta porque querían atención, que es algo tan natural. Entonces, los agobiamos y tensionamos al máximo.

¿Qué significa eso? Que hoy día en las aulas tenemos a niños, adolescentes y docentes convalecientes. Y también, fuera del aula, me refiero a los equipos directivos. Conclusión: cuando se está mal en general, hay que unirse.


La entrevista completa a Amanda Céspedes Calderón en: Revista de Educación N°399

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